Cuando éramos pequeñas me dabas mucha envidia – Comentaba una amiga de hace muchos años-
¿Por qué?
Eras la única niña que tenías perrito. Te hacía muy especial.
Es cierto. Los perros han formado parte de mi vida. También tuve un gatito de nombre Capitán.
Con Chuty ( foto de arriba) descubrí lo que era el cariño. El dar y recibir sin nada a
cambio. Aprendí el tono de su voz y la hora de irnos a dormir. A jugar
sin hacer daño. Se pegaba a mis piernas en el veterinario. Temblaba de terror
si no estaba con él. Tuvieron que operarle y me quedé a su lado. Recuerdo como
movía la cola cuando me vio allí.
Él siempre iba conmigo y se
asustaba mucho cuando veía que me subía a un tobogán. Ladraba como un loco si
me veía en el agua y se iba a por mí. A por mí y a por todos los pequeños que estábamos en el agua, jugando al chapoteo. No importaba que los mayores dijeran que no pasaba nada, que no había peligro.
Nos sacaba a empujones:
¡El baño se acabó, que quiero estar tranquilo! -Parece que
decía- .
Se echaba en su toalla y bajo la sombrilla sin perderme de vista. Se dormía con un ojo cerrado y el otro a medio abrir.
Recuerdo mi cabeza en su lomo en noches de verano mirando las estrellas y él, dormido como un tronco.
Mi guardián, mi protector, mi amigo de cuitas adolescente. A él le contaba
cosas que no quería que los demás supieran.
Su larga vida me enseñó que no siempre iba a ser joven. Su muerte, la
ausencia de los seres queridos y el seguir adelante aunque doliera mucho...
